El cibernético en el laberinto: la ficción tecnológica en la narrativa de Stanislaw Lem (y IV)

En estrecha conexión con el El doctor Diágoras (1971) se encuentran aquellos otros relatos en los que Lem reflexiona explícitamente sobre la aparición de la Singularidad Tecnológica en forma de explosión de una IA dotada de un nivel sobrehumano de inteligencia general. El matemático Irving John Good, que trabajó con el equipo de descodificadores de Alan Turing durante la Segunda Guerra Mundial, definía en 1965 esta máquina en los siguientes términos:

Definimos una máquina ultrainteligente como aquella que puede superar con creces todas las actividades intelectuales de cualquier hombre por muy listo que sea. Dado que el diseño de máquinas es una de estas actividades intelectuales, una máquina ultrainteligente podría diseñar máquinas incluso mejores; entonces habría, sin duda, una «explosión de inteligencia», y la inteligencia humana quedaría muy atrás. Por ello, la primera máquina ultrainteligente es el último invento que el hombre necesita crear, incluso contando con el supuesto de que la máquina sea lo bastante dócil como para decirnos cómo mantenerla bajo control.

Alan Turing y parte de su equipo con su máquina descodificadora ‘The bombe’

De acuerdo con la caracterización que hace Nick Bostrom (Superintelligence: Paths, Dangers, Strategies, 2014), una IA sería una superinteligencia capaz de llevar a cabo mucho más rápidamente y cualitativamente mejor, en muchos órdenes de magnitud, todo lo que es capaz de hacer el cerebro humano. Para una inteligencia tan veloz, los acontecimientos del mundo material se producirían con una lentitud exasperante, de manera que, probablemente, preferiría trabajar con objetos digitales en lugar de interaccionar con tardígrados como los humanos. A grandes rasgos, los tres caminos que se pueden seguir para conseguir una IA son: la aceleración de los procesos evolutivos a través de la selección genética, la emulación del cerebro humano completo y la creación de una IA seminal, susceptible de aprender y de mejorar su propia arquitectura algorítmica. Mientras que en los dos primeros casos podemos esperar una cierta semejanza con la inteligencia humana, el último de estos caminos podría llegar a constituir una auténtica inteligencia alienígena. De hecho, cuando nos referimos al impacto de una IA hay que evitar, de entrada, el riesgo de incurrir en el antropomorfismo, ya que en muchos sentidos su emergencia equivaldría a introducir una nueva especie inteligente en el planeta, de unas dimensiones absolutamente inconmensurables con las de la inteligencia humana. Tal como señala el mismo Bostrom, «en lugar de pensar que una IA superinteligente es inteligente en el sentido en que habitualmente decimos que un genio científico es más inteligente que el ser humano medio, podría ser más adecuado pensar que una IA es inteligente como cuando decimos que un ser humano medio es inteligente en comparación con un escarabajo o un gusano.»

Sigue leyendo El cibernético en el laberinto: la ficción tecnológica en la narrativa de Stanislaw Lem (y IV)

El cibernético en el laberinto: la ficción tecnológica en la narrativa de Stanislaw Lem (III de IV)

La reflexión sobre los androides constituye solo la conexión más superficialmente frankensteiniana de la obra de Lem, porque —cuando menos en aquellas narraciones que no se ocupan de los intentos de comunicación con especies alienígenas— la auténtica representación del monstruo, en el sentido etimológico de la palabra, que es «advertencia», se manifiesta en forma de estallido de una superinteligencia capaz de dejar atrás a la humanidad. Es lo que, desde el famoso artículo homónimo de Vernor Vinge The Coming Technological Singularity: How to Survive in the Post-Human Era, aparecido en 1993, se denomina la Singularidad Tecnológica, término que a lo largo de los últimos años ha popularizado de manera demagógica el conocido cibernético y futurólogo norteamericano Ray Kurzweil. Con todo, interesa destacar que no estamos hablando de ninguna fatalidad, sino de una contingencia que dentro del campo de la cibernética es aún objeto de intensa discusión entre los que piensan que se trata de un futuro más que probable y los que se muestran escépticos y tienden a creer que detrás de esta hipótesis late una ilusión desprovista de fundamento, similar, pongamos por caso, a la búsqueda de la piedra filosofal en la época de los alquimistas. La cuestión, pues, es que, en estos momentos, como señala el cibernético Jerry Kaplan, aún «no tenemos un marco teórico aceptado que resulte suficiente para resolver este conflicto», razón por la que quizá no es fortuito el hecho de que constituya un terreno propicio para la fabulación literaria o cinematográfica mejor o peor informada.

Sin duda, la obra de Lem representa una de las aportaciones más tempranas y de mayor envergadura que se han hecho al asunto desde el ámbito del pensamiento y la literatura. Si nos ceñimos a esta última, soy del parecer de que una de las mejores maneras de introducirse en esta parcela de la producción del autor de Solaris es a través de la lectura de un relato en la que la construcción de robots no antropomórficos coexiste con el surgimiento de una criatura que tiene todas las trazas de constituir una superinteligencia in statu nascendi. Me refiero a la narración titulada El doctor Diágoras, incluida en el volumen Diarios de las estrellas. Viajes y memorias (1971) y protagonizada por Ijon Tichy, un personaje recurrente en algunas de las obras satíricas de Lem. El desarrollo de la trama es tan sugestivo que vale la pena hacer un pequeño resumen.

Sigue leyendo El cibernético en el laberinto: la ficción tecnológica en la narrativa de Stanislaw Lem (III de IV)

El cibernético en el laberinto: la ficción tecnológica en la narrativa de Stanisław Lem (II de IV)

Seguramente, Stanisław Lem ha sido uno de los escritores de ciencia-ficción que ha otorgado mayor protagonismo a los robots, aunque el papel de estos en sus relatos constituye muy a menudo un mero pretexto para desarrollar estrambóticas historias de carácter satírico a la manera de Rabelais, Swift y Voltaire, como las recogidas en Cyberiada (1965). Sin embargo, también reflexionó específicamente sobre el asunto desde un punto de vista que no tiene mucho que ver con las elucubraciones de Isaac Asimov. De hecho, aunque no tengo ninguna constancia de ello, más bien me decanto a pensar que, tal como le ocurría con la mayor parte de la ciencia-ficción norteamericana, Lem debía considerar que los planteamientos del autor de Yo, Robot pecaban de demasiado frívolos u optimistas. El narrador polaco era demasiado sagaz como para creer que los problemas suscitados por el control de la conducta robótica podían solucionarse con métodos de especificación directa basados en normas como las famosas «Leyes de la robótica» enunciadas por Asimov. Dentro de la producción de Lem, la reflexión sobre los robots se concentra sobre todo en algunos relatos protagonizados por el piloto Pirx, uno de sus personajes recurrentes. En estos relatos examina la distancia inquietante que separa a los robots de los humanos, así como la manera idiosincrásica en que aquellos transforman las pautas conductuales que estos les transmiten. Como suele ser frecuente en su narrativa, nos enfrentamos con un punto de vista complejo y lleno de matices, dado que el comportamiento robótico se vuelve perturbador a causa de su habilidad para rehuir las respuestas meramente mecánicas e imitar patrones antropomórficos. No en vano, una de las principales características de estos productos de la IA radica en su versatilidad, que pretende capacitarlos para las tareas cada vez más complejas que les serán encomendadas.

Daniel Mróz

Sigue leyendo El cibernético en el laberinto: la ficción tecnológica en la narrativa de Stanisław Lem (II de IV)

El cibernético en el laberinto: la ficción tecnológica en la narrativa de Stanisław Lem (I de IV)

La celebración del segundo centenario de la publicación de Frankenstein pone de relieve la enorme capacidad prospectiva de la novela de Mary Shelley en una encrucijada histórica como la actual, en la que los avances en el campo de la inteligencia artificial (IA) son cada vez más sorprendentes y decisivos en todos los órdenes de la vida. La mejor prueba de ello es que en estos momentos la progenie literaria de la criatura imaginada por la escritora inglesa ha pasado a ser tan numerosa que habría que ser un auténtico especialista en literatura comparada, dotado de una erudición vastísima, para rastrear las huellas que ha dejado en la obra de escritores posteriores. En todo caso, como no poseo ninguna de estas cualidades, mi aportación aquí será por fuerza mucho más modesta, y me limitaré a comentar algunas muestras del tratamiento radical que la problemática frankensteiniana ha obtenido en la narrativa de uno de los grandes escritores, sin adjetivos, del siglo XX, el polaco Stanisław Lem.

Stanisław Lem, 1971. J. Grelowski-PAP

Indiscutiblemente, los problemas generados por la comunicación entre la especie humana y sus creaciones se encuentran muy lejos de las hipotéticas dificultades suscitadas por la comunicación con civilizaciones alienígenas descritas en algunas conocidas novelas de Lem como Solaris o Fiasco. Sin embargo, también en este ámbito existe la tendencia —que el Frankenstein de Shelley ilustra a la perfección— a concebir la relación hombre-artefacto como una experiencia ominosa, hecha a un tiempo de atracción y de rechazo, similar en muchos sentidos al mysterium tremendum atque fascinans que el teólogo alemán Rudolf Otto atribuía a la experiencia del creyente enfrentado a la divinidad. No en vano hay quien ha apuntado que la creación de un ser humano a partir de materia muerta constituye una auténtica prefiguración de la muerte de Dios y su sustitución por el hombre. Mientras tanto, lo único cierto es que Dios calla, y asistimos a una época en que, tal como señala Ricard Ruiz Garzón, «la sombra de Frankenstein se alarga por la vía del transhumanismo y del poshumanismo, por la vía de la alteración de la muerte mediante la ciencia, por la vía del mejoramiento humano y las máquinas, desafiando a unos dioses que empiezan a ser ellos mismos peligrosos experimentos de laboratorio» (Mary Shelley i el monstre de Frankenstein: ara i aquí, 2018).

Sigue leyendo El cibernético en el laberinto: la ficción tecnológica en la narrativa de Stanisław Lem (I de IV)

Dibujar, en una línea y media, el vuelo de un pájaro

Josep Pla, en Notes del capvesprol (1979), una miscelánea de madurez en la que encontramos reflexiones sobre casi todo lo que le interesaba, desde Catalunya y su gente hasta los más variados aspectos culturales, reivindica una escritura ligada a la observación, que considera muy difícil porque requiere mucha precisión, mientras que rechaza la basada en la imaginación, para él mucho más intrascendente e inocua. Esta es una convicción que ya le conocíamos de obras anteriores, lo que pasa es que no nos dice mucho, y eso no se le podía escapar a Pla, que siempre fue muy consciente tanto de lo que se trata de expresar (la literatura) como de la manera de hacerlo (el objeto de la crítica literaria). Y el argumento aún es más insuficiente si lo que queremos caracterizar es su obra narrativa. Más conocido como periodista y memorialista, también escribió cuatro novelas y dos docenas de cuentos. Para hablar de esta parte de su obra no podemos obviar su apuesta por la literatura observacional, pero si se quiere aportar algo nuevo, hay que explicar qué era lo que le costaba tanto a la hora de escribir y cómo conseguía salir adelante, lo que nos llevará a localizar su estilo y a ver cómo lo aplicaba en las diferentes facetas de su obra.

Sigue leyendo Dibujar, en una línea y media, el vuelo de un pájaro

El sentido común

Entre todas las acepciones de la expresión «sentido común», finalmente ha imperado aquella que viene de la tradición escolástica y que se refiere a una supuesta fuerza cognoscitiva universal que propicia la coincidencia espontánea de pareceres entre los seres humanos, frente a aquella otra, proveniente de la tradición aristotélica —de la que constituye una provechosa adaptación— que entiende el sentido común como un sentido interno «real», que unifica aquellas sensaciones que, de forma independiente, nos llegan a través de los sentidos vinculados a los órganos sensibles. Según ésta segunda acepción, la original, el conjunto de estímulos que recibimos constantemente, sin el sentido común, no sería nada más que un caos, y nuestra capacidad de comprender el mundo desaparecería.

Según la acepción aristotélica también, el llamado sentido común pasa, de ser una capacidad que todos y «entre todos» tenemos, a ser un privilegio del que hoy muy pocos gozan, o que todo el mundo tiene en un grado muy escaso. La mayor parte de los mortales viven bajo el bombardeo continuo de estímulos que no saben descifrar, enfrentándose diariamente a signos que no entienden. Más aún: viven en un estado de atolondramiento permanente porque no saben cómo defenderse de esta ignorancia e incluso no se dan cuenta de que son víctimas de ella. Desde esta perspectiva, el sentido común, tal como hoy se entiende mayoritariamente, adquiere un significado paradójico, a saber: conseguir que impere la falta de sentido y conseguir, al mismo tiempo, que esta falta de sentido generalizada se acepte como si fuera el estado natural de las cosas. Tal es el objetivo de esta especie de lobotomía incruenta a la que el sistema trata, con evidente éxito, de someter a todos sus integrantes, reducir hasta el mínimo nuestra capacidad cognoscitiva, alcanzar el control de nuestras mentes y ejercer el dominio sobre nuestros actos, este control y este dominio que la ausencia de sentido común —el sentido común aristotélico— nos imposibilita ejercer de manera autónoma.

Sigue leyendo El sentido común

La dignidad del emplumado (y II)

“En la reserva en la que crecí, el único entretenimiento era la sesión de cine nocturna en el sótano de la iglesia. Me crié con los indios y los vaqueros, y nosotros siempre íbamos con los vaqueros, sin darnos cuenta de que éramos los indios”
(Neil Diamond, cree)

 

“Ser indio era tan desventajoso que ahora muchos indios no quieren que les llamen indios”
(Tom Dion, houma)

 

“Actuar como un indio es la cosa más fácil del mundo, porque el piel roja carece prácticamente de emociones”
(Ernest A. Dench, 1915)

Casado en 1936 con Bertha “Birdie” Parker, sobrina nieta del prestigioso jefe seneca Hasanoanda y primera mujer india licenciada en Arqueología, tan pronto como su posición entre los bufones se lo permitió empezó a rastrear con ella las huellas de las culturas indias norteamericanas, a relacionarse con sus hermanos de otras reservas, a coleccionar arte, indumentarias, tocados, armas y aperos. Reunió filmaciones de indios y las alquilaba a los estudios que rodaban westerns: abarataba costes a la vez que introducía pinceladas fidedignas en los films, a despecho de la calidad e intenciones de éstos. Se convirtió en un experto en lenguas indias, incluido el lenguaje gestual, y en técnicas, hábitos, folklore e historia de los pueblos originarios de Norteamérica. Como asesor de muchos de los films que interpretó, se empeñó en que los personajes nativos hablaran correcto idioma indio en lugar de incorrecto inglés. Enseñó a poderosos directores y sufridos artesanos cómo vivían y sentían en realidad las distintas tribus. Y, poco a poco, los westerns indios empezaron a ser y a sonar de otra manera. Estuvo en Buffalo Bill (DeMille, 1936), La diligencia (Ford, 1938), Murieron con las botas puestas (Walsh, 1941), Fort Apache (Ford, 1947), La Puerta del Diablo (Mann, 1949), Flecha rota (Daves, 1950), Centauros del desierto (Ford, 1955), La ley del Talión (Daves, 1956), Yuma (Fuller, 1956) y muchos otros. Fue el más convincente Caballo Loco de la pantalla en Sitting Bull (1954) y La gran matanza sioux (1965), ambos de Sidney Salkow. Era el hombre medicina que iniciaba a Richard Harris en los ritos de purificación sioux (Un hombre llamado Caballo, Elliot Silverstein, 1969). En uno de sus últimos films, Águila Gris (Charles B. Pierce, 1977), interpretó a Oso Erecto, el único jefe que ganó un pleito legal por la conservación de su tierra. En los años 60 fundó una asociación para promover el empleo de actores indios en papeles indios, convirtió en museo su colección de objetos autóctonos y extendió su incansable actividad a otros museos, centros educativos y organizaciones indias. Prestó su rostro, abrupto como los Apalaches de sus ancestros, a varias campañas publicitarias en favor de mejoras en las condiciones de vida de los indios de las reservas y por la conservación del equilibrio medioambiental. Contó su vida a Collin Perry, que la publicó en forma de libro (Iron Eyes: My Life as a Hollywood Indian, 1982). Y después de todo, de noventa inviernos y dos centenares de películas, de ser la imagen de una campaña institucional contra la contaminación ambiental en la que vertía una única lágrima (de glicerina: los indios no lloran) y que hizo más por su celebridad que toda su filmografía (y, aseguran, contribuyó a reducir en treinta y ocho estados la presencia de basura en entornos naturales un 88 por ciento; los americanos son así: dan miedo hasta cuando lo hacen bien), a una plumilla de Nueva Orleans, ciudad de tahures, le dio por husmear entre las partidas de bautismo de un remoto pueblecito de Louisiana, hablar un poco con cierta hermanastra, y América se desayunó con la noticia de que el viejo superviviente cherokee, miembro del consejo de ancianos de la tribu, el hombre que más había hecho desde la industria del cine por el reconocimiento de los nativos americanos, el emblema del mito de pureza espiritual de toda una raza, era un inmigrante italiano pobre de segunda generación.

“Durante mis años como director ejecutivo del Congreso Nacional de Indios Americanos, raro era el día que no venía a mi oficina alguna persona blanca proclamando orgullosamente que él o ella descendía de los indios. La tribu más elegida era la cherokee, y muchos situaban a los cherokees en cualquier lugar entre Maine y el estado de Washington. Al final llegué a comprender su necesidad de identificarse parcialmente como indios, y no me lo tomaba a mal”
(Vine Deloria, Jr., sioux, 1969)

 

Sigue leyendo La dignidad del emplumado (y II)

La dignidad del emplumado (I)

“Si fuera sólo la historia de mi vida, creo que no la diría; pues ¿qué es un hombre para que dé tanta importancia a sus inviernos, aunque le encorven como una recia nevada?”

Los funerales de John Ford en Hollywood, el 5 de septiembre de 1973, congregaron a buen número de celebridades. El espectador peor entrenado hubiese reconocido allí a John Wayne, James Stewart, Henry Fonda o Charlton Heston. Y, sin embargo, la sensación del día resultó ser un perfecto desconocido para los cazadores de autógrafos. Su llegada desató la histeria entre reporteros televisivos y fotógrafos de prensa, que lo tuvieron subiendo y bajando la escalinata de la iglesia mientras hacían chasquear los disparadores de sus cámaras. Era un hombre ya anciano pero erguido majestuosamente, ataviado con chaqueta, pantalones y mocasines de gamo adornados aquí y allá con pinturas de vivos colores, su metro ochenta largo coronado por un penacho de plumas blancas y negras que le caían por la espalda, flotando entre los rígidos cuerpos enlutados. Era Iron Eyes Cody. Entre la imagen humillada del indio de madera a la puerta de los estancos y esta figura empenachada sometiéndose a la frivolidad de la prensa, median ochenta años de lenta y dolorosa recuperación de la dignidad masacrada.

“He imaginado este argumento, que escribiré tal vez y que ya de algún modo me justifica, en las tardes inútiles. Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún”
(Jorge Luis Borges: Tema del traidor y del héroe)

En la tierra de promisión, ser indio era peor que ser chino o hispano, y todavía peor que ser negro. Los chinos lavaban la ropa sucia y hasta los negros podían viajar en la parte trasera de los tranvías, pero los indios necesitaban un salvoconducto para abandonar los confines de sus reservas y una excelente razón para solicitarlo. Los negros eran tan esclavos de la libre empresa como los blancos pobres, pero los indios eran cautivos del Ministerio de Defensa, prisioneros de guerra nada menos. Para los indios con algo que expresar había dos salidas: despertar la curiosidad de algún antropólogo excéntrico o hacerse bufón. Entre los que optaron o fueron conminados a prostituir las tradiciones de su pueblo, hubo un cherokee de nombre Pluma Larga.

“Mata al indio y salvarás al hombre”
(capitán Richard H. Pratt, sobre la necesidad de civilizar a los indios, 1892)

 

 

Sigue leyendo La dignidad del emplumado (I)

Perpetuum mobile

«El movimiento es el fundamento de la Fe en la Realidad, y al fin lo solo que con ese pretesto se mueve es el Capital, que sólo moviéndose vive, la vida de la muerte.»
(Agustín García Calvo, 37 adioses al mundo)

Se considera, con bastante unanimidad, que el escenario actual empezó a perfilarse recién estrenada la década de los ochenta, cuando Ronald Reagan, actuando como uno de aquellos héroes de una pieza que aparecían en sus películas, se puso a despedir personalmente, por carta, a los controladores aéreos que se habían declarado en huelga para exigir mejoras en sus condiciones laborales, aumento de sueldo, jornadas más cortas y algunos derechos relativos a su jubilación. Al tiempo que declaraba ilegal al sindicato que había apoyado la huelga, Reagan metió en la cárcel a algunos de sus dirigentes, mandó a casa a once mil trabajadores de una tacada —a los que impuso un veto de por vida, lo que, al menos en grado de tentativa, equivalía a matarlos de hambre, a ellos y a sus familias— y los sustituyó por personal militar. Lo sorprendente, lo grotesco, lo trágico del asunto es que medio planeta aplaudió la medida, empezando por eso que por entonces todavía podía llamarse proletariado y por una entonces triunfante clase media. Porque los controladores cobraban mucho, porque eran unos privilegiados, porque caían mal. Las consecuencias de esa vileza se empezaron a ver muy pronto, y no hace falta explicarlas porque son las que estamos sufriendo muchos y disfrutando unos pocos ahora, en plena era de la crisis perpetua.

Durante todo ese tiempo, no sólo ese proletariado y esa clase media que se rompieron las manos aplaudiendo la hazaña del galán de la Casa Blanca se han llevado tal mano de hostias que no hay quien los reconozca: a la misma burguesía que aguantaba cual Atlas aquel mundo sobre sus espaldas las piernas ya no le sostienen. Aquella burguesía industrial que parió este sistema y que lo ha defendido con uñas y dientes a lo largo de décadas todavía no se ha dado cuenta hasta qué punto ha sido devorada por él. Acostumbrados mandar, a identificarse con la clase dominante, a creerse parte de ella, esos burgueses de fabriquita, mercedes, comida dominical en familia y misa semanal —o diaria, a veces—, que se jactaban de llegar al despacho antes que sus trabajadores y salir después de que lo hiciera el último de ellos, parecen no darse cuenta de que no pintan ya una mierda, que quienes cortan el bacalao son los que mueven de un lado para otro mercancías por todo el mundo, asistidos por una élite financiera completamente ajena a su código de valores —al suyo y a cualesquiera otro—. De ellos son las rutas marítimas, las infraestructuras viarias, portuarias y aeroportuarias, y de ellos son las virutas que el dinero va dejándose en su perpetuo rodar por esos cauces.

Sigue leyendo Perpetuum mobile

El verdugo de su genealogía

«Y entonces volví a encontrar aquel punto de apoyo que había descubierto el último día de estudio a la Novíssima, aquella rabia honda y persistente, desbordante, implacable, contra todo y contra todos, y me sentí con fuerzas para continuar en el lugar donde estaba, para asentarme en aquella casa y volver la espalda —con corrección, siempre con corrección, la virtud suprema— a todo el mundo anterior.
»Era mi vida, mi decisión, mi futuro, mi camino, mi cuerpo, mis sentimientos, mi elección, mi experiencia, mi rechazo, mi deseo, mi aceptación, mis estudios, mis sueños, mi mundo tan nuevo como yo pudiese, mis libros…, ¡el mío, el mío, el mío!
»Mientras la furia de los pensamientos me elevaba por encima de todo, en un entusiástico vuelo de ensueño, y el bosque quedaba abajo, inmóvil y secreto, inescrutable, entendí, fascinado por la propia transformación, con una mezcla de vanidad y miedo, que empezaba a convertirme en un monstruo. En el monstruo que habían planificado que fuera. En un monstruo capaz de reunir en un solo cuerpo, en una sola vida, dos naturalezas diferentes, dos experiencias contrarias. Un monstruo que yo mismo no sabía que me habitase. Un monstruo.»

Con estas palabras finaliza Pa negre de Emili Teixidor (Barcelona: Columna, 2003), novela de merecida fama que le aportó en los últimos años a su autor una consideración unánime de crítica y público, extensiva a la adaptación cinematográfica posterior. Pero lo que me interesa aquí no es reiterar una vez más las virtudes de la novela, sino examinar la figura de su protagonista, un chico avispado de posguerra, hijo de un padre ejecutado por rojo y de una madre obrera, que pasa largas temporadas con la abuela y unos tíos cortijeros, en compañía de un primo y una prima con los que juega a encaramarse en el ciruelo de delante de la masía. Finalmente, será dado en «adopción» a los amos de la tierra, un matrimonio sin hijos, capaz de asegurarle el futuro prometedor que su familia no está en condiciones de proporcionarle.

Sigue leyendo El verdugo de su genealogía